Por primera vez he
visto un cadáver. Es miércoles, pero siento como si fuera domingo
porque no he ido a la escuela y me han puesto este vestido de pana
verde que me aprieta en alguna parte.
(La
hojarasca , 1955)
El coronel destapó el
tarro del café y comprobó que no había más de una cucharadita.
Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de
tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla
hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de
café revueltas con óxido de lata.
(El
coronel no tiene quien le escriba, 1961)
El padre Ángel se
incorporó con un esfuerzo solemne. Se frotó los párpados con los
huesos de las manos, apartó el mosquitero de punto y permaneció
sentado en la estera pelada, pensativo un instante, el tiempo
indispensable para darse cuenta de que estaba vivo, y para recordar
la fecha y su correspondencia con el santoral. «Martes cuatro de
octubre», pensó: y dijo en voz baja: «San Francisco de Asís.»"
(La
mala hora, 1962)
Muchos años después,
frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía
había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a
conocer el hielo.
(Cien
años de soledad, 1967)
Durante el fin de
semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa
presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las
ventanas y removieron con sus alas el tiempo estancado en el
interior, y en la madrugada del lunes la ciudad despertó de su
letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande y de
podrida grandeza.
(El
otoño del patriarca, 1975)
El día que lo iban a
matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para
esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que
atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y
por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió
por completo salpicado de cagada de pájaros.
(Crónica
de una muerte anunciada , 1981)
Era inevitable: el
olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los
amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que
entró en la casa todavía en penumbras, adonde había acudido de
urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado de ser
urgente desde hacía muchos años
(El
amor en los tiempos del cólera, 1985)
José Palacios, su
servidor más antiguo, lo encontró flotando en las aguas depurativas
de la bañera, desnudo y con los ojos abiertos, y creyó que se había
ahogado.
(El
general en su laberinto, 1989)
Mi
madre me pidió que la acompañara a vender la casa. Había llegado a
Barranquilla esa mañana desde el pueblo distante donde vivía la
familia y no tenía la menor idea de cómo encontrarme.
(Vivir para contarla, 2004)